Separación de pieles

Separación de pieles 150 150 Sidalava

De cómo contemos la historia, de las diferentes narrativas que recojamos y transmitamos, podremos concluir con mayor éxito que ahora, si lo que nos tocó vivir fue fruto del Covid-19 ó, por el contrario, se debió a la pandemia del ser humano.

Nuestros relatos nos construyen, no cabe duda, y lo que percibimos en nuestro entorno nos moldea también y sin embargo seguimos siendo diferentes, afortunadamente. Acceder al ámbito más privado de las personas para conocer sus experiencias ante esta situación, podría ayudar a conocer los verdaderos relatos humanos que en cada uno de nosotros dialogan internamente y que contribuyen también a la construcción de nuestra identidad. Pero estos cimientos humanos que podrían mostrar pistas para comprender los caminos que tomamos y facilitar su tránsito en compañía, han ido perdiendo la importancia que merecen, y con ello su peculiar aportación al colectivo. Tal vez por ello nos encontramos cada vez más con un relato apabullante que se ha hecho con el poder de los medios y una ciudadanía despojada de iniciativa para reconducir las posibles salidas.

Por el momento y por dejar un respiro a lo que el tiempo y la historia con su imprescindible mirada nos contarán, yo voy a ceñirme a la tangibilidad de la experiencia, desde mi ventana, dado que sólo me atrevo a especular, aunque lo haga en plural.

De la fragilidad

Que hayamos llegado aquí de una u otra forma, y aunque lo que no es nuevo es la desigualdad con que podemos confrontar la situación, esta vez no hay escapatoria. Esto nos muestra con mayor crudeza que otras enseñanzas, que siendo un sistema vivo, el nuestro, hay suficientes elementos que nos unen como para pensar en un futuro inclusivo en que nadie puede quedar expulsado.

En estos tiempos hemos tenido que lidiar con una manera de vivir nueva, con sensaciones desconocidas, transgredidas por esta perplejidad que ha cuestionado nuestras débiles certezas. Nos habíamos creído que los cambios globales a corto plazo no eran posibles, que la comunidad que somos era incapaz de actuar ante las reconocidas barbaries en el planeta, demasiada gente a la que convencer…

…y de la noche a la mañana hemos sucumbido a una metamorfosis, sin mayores reticencias.

Utilizando al miedo como acicate, nos hemos visto separados de los otros, hundiéndonos en nuestra individualidad temerosa pero también cohesionados por un específico bien común.

No ha sido difícil abocarnos a esta sensación de indefensión tal vez porque ya habitábamos una existencia fragilizada aún sin saberlo.

En esta sociedad occidental, muchas personas viven cada vez más, la soledad como una condena, se sienten incompetentes para las relaciones desde su aislamiento, lo cual agrava su fragilidad. Y es que hay más expulsados de la comunidad de los que creemos. Poco sabemos de esa parte de la vida que se clausura por imposición moral. Si, por que lo guay es aparecer sonriente en la foto y las crudezas se esconden bajo la alfombra.

Pero la aceptación de la fragilidad curiosamente nos conecta con una realidad más tangible y nos permite encontrar las maneras de solucionarnos. La solidaridad como un acto humano sentido también necesita de su entendimiento.

Vivíamos demasiado distraídos, demasiado ocupados, ajenos a los otros/as, que ahora se han vuelto imprescindibles; y es que andábamos tan ocupados en trasladar al de al lado las exigencias del sistema… perdidos tantas veces en prejuzgar a los otros…

A mi juicio sobra juicio, y lo que falta es entendimiento.

De la interdependencia

Mi cerebro tiene una perspicacia, espero que adaptativa, “dar soluciones reconfortantes ante situaciones adversas”. Constato que es fruto de un aprendizaje ante los vaivenes que la experiencia de vivir nos ofrece. Sin embargo; todos tenemos nuestros límites y aunque la diversidad de estos forma parte de la complejidad que nos diferencia a las personas, la solución más reconfortante no pasa la criba de la incertidumbre y sucumbimos con facilidad.

La incertidumbre ha hecho saltar los resortes de lo que, en apariencia sólido, había olvidado que nada es para siempre, que estamos de paso, que ya otros, nos lo dejaron todo cuando se fueron, porque nadie se lleva nada cuando se va, y nadie se va a quedar para contar toda la historia.

Ahora nos toca más que nunca responsabilizarnos de nuestra interdependencia, dar crédito a esta evidencia. Sabemos que nos hemos endeudado con la naturaleza que también somos; con los abandonados a la injusticia, con los que aún no tuvieron la oportunidad de decidir y con quienes están por llegar. Se nos ha revelado impúdica la certidumbre de que hay que cambiar y de que es posible. Tal vez volvamos a sumergirnos en la estupidez inmovilista, en lo que ahora en formato modernizado llamamos zona de confort, y entonces dejemos pasar esta oportunidad sin reconocernos como actores y codirectores de la escena que nos ha tocado vivir.

En este nuevo “nos”, toca ya revisar el sentido de la individualidad que alimentada en el empoderamiento de la autosuficiencia, se nutre cada día del consumo de productos, tiempo, personas… y del buen aprovechamiento de todo ello, es decir cómo rentabilizarlos.

¿Cómo llegamos al “cuanto más mejor”, a la cantidad frente a la calidad? Y en todo esto ¿dónde se nos perdió la cualidad?

Ese “rasgo permanente, diferenciado, peculiar y distintivo de la esencia de una persona que contribuye, a que alguien sea lo que es y como es.”

Porque esta también está pasando a formar parte de objetos perdidos, no sólo hay especies en extinción sino que en nuestra especie se extingue lo cualitativo, la sociedad de consumo consigue generar un imaginario de igualdad invisibilizando lo inmanente e ignorando la diversidad y las desigualdades y la injusticia que provoca.

Consumo de objetos, de oxígeno, de recursos naturales, consumo sin reparto, consumo sin reflexión, sin empatía, consumo de personas, de relaciones, de cuerpos….

Esta parada de obligado cumplimiento nos permite revisar también las necesidades y deseos, en torno a las relaciones, pero las de verdad, no las que nos vendieron a crédito indefinido. En estos días, confinadas unas y separadas otras, echamos de menos muchas cosas; pero sobretodo nos hemos aferrado al “junto con otros/as”.

Y esta interdependencia imprescindible no sólo nos muestra que somos vulnerables sino que además es lo que nos vincula permitiéndonos vivir.

Y es que no somos “solos”, si somos algo es en relación, sólo así es posible la vida, aunque a veces lo banalicemos de tal manera que le quitamos el imprescindible valor que permite también disfrutarlo, sufrirlo y en definitiva dotarlo de realidad.

Y en ese “ser en relación”, somos también vulnerables al deseo erótico que nos aferra a buscarnos y a compartirnos, y que tantas veces, sobrevive al desencuentro aunque las distancias sean menores a 1,5 metros o de kilómetros.

Reconocernos en la vulnerabilidad nos hace curiosamente más resilientes, y nos lleva a parajes más amables de convivencia. No escapamos a ella sino en una suerte de alucinación que insensibilizando la mirada del dolor de lo ajeno, nos vuelve ciegos, aliviándonos con ello también de los placeres del compartirnos.

¿Cuándo y cómo llegamos a creernos que no teníamos que necesitarnos? ¿Quizás a la vez que nos negamos la posibilidad de desear algo distinto del rendimiento, o rédito final?

La sociedad de consumo nos ha cegado y tapado la boca para conformarnos con lo que hay que hacer para tener, y hemos ahogado las penas y en ellas nuestra cualidad de humanidad dependiente.

De la erótica en pandemia

Y ahora sucumbimos a la tecnología de las pantallas que por un lado nos permiten vernos y escucharnos…, pero que nos niegan más de la mitad de nuestros sentidos. y cuando de forma necia la aplaudimos e incluso nos adaptamos… sin rechistar, yo me pregunto ¿no será que nos falta ya algún sentido? y es que parece que en vez de conseguir que la tecnología se adapte a las necesidades humanas, estamos consiguiendo adaptar nuestra humanidad a la tecnología, incluso en esto tan intrínseco a la piel como es la intimidad.

Desarrollo tecnológico para satisfacer la excitación, para pensarnos deseadas… para desarrollar el imaginario erótico en compañía de un dispositivo electrónico y alguien que no tiene su corporeidad presente. El uso de las pantallas para la práctica del sexting ha crecido exponencialmente en el confinamiento, tanto que, si no lo usas, pareces desfasado.

Un recurso que está aliviando algunos desasosiegos no cabe duda, incluso hay quienes, en la normalización de su uso se han permitido indagar en su sexualidad poniendo al cuerpo en el centro o activando un mundo de fantasías antes censuradas. No hay bien que por mal no venga.

Incluso hemos sabido que el uso de la pornografía en la red ha aumentado en un 60% y aunque no he encontrado datos fiables disgregados por sexo, las mujeres han aumentado su consumo.

Y es que los cuerpos están confinados pero nuestras fantasías y nuestros sueños no. Ya que los cuerpos se buscan aunque se imponga el peligro ante el encuentro entre ellos.

¿Cómo imaginamos un futuro si no es con desolación, en esta pretendida instalada nueva situación cuando las relaciones necesitan de piel con piel?

Nuestra piel nos vincula desde el mismo momento de nacer. Tenemos un cerebro y un sistema nervioso diseñados para percibir placer cuando nos tocamos. El bienestar que nos produce está directamente conectado con la necesidad de los otros para sobrevivir. Somos seres sociales.

Me pregunto si se implantarán las manos plastificadas y la piel nos será más ajena aún si cabe, e incluso si los cuerpos distantes serán capaces de atraerse… cómo podrán ser nuestras relaciones eróticas con mascarillas, dónde quedarán la seducción de unos húmedos labios y la tibieza de una sonrisa que juega en busca de un beso. Y si el olfato acabará de desconectarse por completo de la parte del cerebro que intercepta las feromonas. Y sobre todo me inquieta pensar ¿cuáles podrán ser los nuevos mecanismos de control ante el momento en que el deseo se impondrá y accederá al intercambio de gérmenes y demás placeres?

Me preocupa hacia dónde irán nuestras relaciones íntimas en este constreñido marco relacional. Lo que anteayer se encontraba mediado por la desconfianza a compartir lo íntimo, ahora se ve resguardado por un nuevo encuadre que polariza aún más estas deficiencias. Se aumentan las distancias, ahora incluso las físicas, se tose para otro lado por si los gérmenes… y el contacto cuerpo a cuerpo queda restringido para quienes ya lo compartían en el confinamiento. Absténganse las nuevas relaciones, parejas…

¿Cual será la infracción que tendrán que pagar, quienes transgredan las distancias abocados por la sed del deseo? ¿Habrá también un policía interno que condene el encuentro, esta vez con una moral de pandemia?

Los sexólogos siempre hemos animado a cultivar la erótica y la hedonia más allá de los genitales, en la fantasía y la seducción, en la literatura en el arte… y en todas las variables que proveen de esa riqueza humana.

Si esta situación se alarga en el tiempo, o si reaparece intermitentemente o incluso si fuera la antesala de un nuevo orden social, vamos a tener que buscar salidas creativas a nuestras interacciones eróticas de lo contrario la convivencia puede tornarse invivible y el amor con encuentro carnal correrá el riesgo de ser tan extinto como lo será la vida en el planeta, no por un asunto reproductivo sino por falta de motivación vital.

No está de más buscar en lo hedónico, la sensorialidad y la sensualidad para alcanzar cierto éxtasis a través de los sentidos; es algo que en lo más íntimo nos abraza a un cuerpo soberano del placer que emana, que es nuestro y que nos conecta con una libertad que sólo nos es propia si nos adueñamos de ella.

De moral y pandemia

¿Y ahora qué? ¿Desarrollaremos una subcultura sexual a tenor de la pandemia?

Apuntábamos maneras ya cuando como sociedad habíamos enmarcado la sexualidad humana dentro de la salud y los derechos sexuales y reproductivos. Estábamos lejos de sentirnos sexuados por naturaleza y también por cultura. Y sin embargo nos creíamos preparados para decir cuál era la función y también la disfunción de nuestra vida sexual, y teníamos que estar reivindicando las diversas identidades cuando por fin se habían asomado a la puerta del armario. Y éramos tan necios que no habíamos sido capaces de reconocer la parte importante de encontrar más piezas del puzle intersexual que somos todos, para poder aclararnos.

Tendremos que andar con mucho cuidado pues no será difícil que la represión sexual, pretenda desempolvar sus viejos códigos.

De lo coercitivo del deseo, nuestra cultura tiene bibliografía abundante y conocimiento exhaustivo en cuanto a los permisos de sus prácticas. No es tan lejana aquella moral que regulaba la vida sexual circunscribiendo a pecado todo aquello que no tuviera el objetivo de procrear. Quedaba fuera del marco de lo digno la libido y aquello que la activara. Incluso los fluidos corporales relacionados con los genitales, que no tuvieran el loable fin de traer hijos de Dios al ejército de devotos, no quedaba sin castigo moral e incluso social. Una moral restrictiva que produjo mucho sufrimiento y más aún para los proscritos de su marco normativo por el hecho de transitar los deseos e identidades innombrados.

¿Cual será el nuevo marco moral que interiorizaremos?

¿Los policías de balcón estarán vigilantes de los adolescentes que se magreen en los portales? ¿Cómo se gestionarán las relaciones eróticas de contacto? ¿Cuál será el papel de la educación sexual?

Más allá de la libertad individual o de las parejas, ¿tendrá el Estado la posibilidad de fiscalizar las relaciones eróticas que impliquen cercanía… ¿cómo va a hacerlo…?

Y ¿quién vigilará al vigilante que dicte los requisitos de un nuevo cuidado de nuestros cuerpos?

Sinceramente creo que es un descalabro.

La idea del sexo como agente contaminante ya se fraguó antes del cristianismo y se ha seguido cristalizando hasta nuestros días. Por aquél entonces enfermaban el cuerpo y el espíritu y en nuestra actualidad lo sexual sigue ligado a aquella moral, asociado en una suerte no tanto del pecado como de amenaza de perversión y lujuria que apenas ha cambiado sus referencias epistémicas, aunque nos dé más permisos .

El amor ya fue en un tiempo una pandemia en si mismo porque en sus encuentros carnales, provocaba enfermedades antes llamadas venéreas y después de transmisión sexual ante las que se desplegaron rigurosos controles.

Después el SIDA añadió una variable nueva, se buscaron soluciones de barrera que permitieron los encuentros imprescindibles que unas y otros buscamos como seres sexuados que somos, pero dejó mucha muerte y dolor en su camino.

Ya existió en otros tiempos un cambio de perspectiva en nuestra sociedad, por cuestiones sanitarias, con la otra gran marginada, la prostitución. Tuvo estatus de práctica aceptada, siempre desde una mirada reguladora.

En Bilbao, en 1873 existió una reglamentación que decía “querer reconocer al igual que en otros países civilizados, la necesidad de vigilarla”, precisando que “hay que dictar normas para evitar males mayores” y cuyo objetivo era salvaguardar la salud pública, aunque tras esta recatada mirada de salud pública se pretendía además hacerla desaparecer de los espacios públicos. En 1874 también Donostia, Gasteiz e Iruña contarían con reglamentos ad hoc sobre esta cuestión.

Y poco sabemos de cómo está afectando hoy la pandemia a las trabajadoras y aunque menos, trabajadores sexuales que vuelven a colocarse como invisibles y desprotegidos de la sociedad, sin trabajo y sin sindicato que recoja sus derechos. Vuelven a estar ninguneadas no solo por la moral del decadente patriarcado sino también por la sororidad de algunos feminismos salvadores.

¿Y hoy?

El encuentro y la sinergia que genera el deseo surgen de la interacción erótica y necesitan de una indispensable seducción.

Estamos ante una pandemia que nos coloca con una cinta métrica en la mano para aún con desasosiego poder acercarnos supuestamente sin riesgo a ser contaminados y/o agentes contaminantes.

Tal vez reaprendamos a escribir cartas de amor, a sofisticar la incitación en busca de respuestas para saberse deseada por quien se desea. Tal vez se activen nuevos mecanismos de cortejo e incluso se implante la fecundación artificial y con ella la selección de individuos sanos… quién sabe qué panorama… puestos a elucubrar.

¿Cómo se hermanarán la pornografía y la moral en los nuevos tiempos? ¿Se reactivará una nueva moral impuesta desde el poder que dé salida a la satisfacción de los apetitos del cuerpo? ¿Dejará de considerarse una lacra esta vez por su efecto de servicio social?

Como sexóloga no puedo aparcar mi preocupación por estos aspectos que son susceptibles de estar siendo ya dañados y que pueden serlo aún más si no actuamos como comunidad aprovechando este momento. Prima alejarnos de cobardías y de ampararnos en una especie de indefensión aprendida. Es momento de sacar conclusiones de la historia, de hacer autocrítica, de valorar lo que de verdad nos importa y de poner la vida con todas sus cualidades en el centro. Solo así podemos preservar todo aquello que de verdad importa.

Recoger nuestras experiencias en las diversas narrativas individuales, que serán diversas y peculiares sin duda y socializarlas para ver en dónde y en qué nos encontramos para poder cooperar puede ser una herramienta frente a la situación que nos viene.

La posibilidad de revisar y reinventarnos como sociedad se nos ha puesto delante como un signo de interrogación abierta, ¿Lo cerraremos de inmediato por miedo a lo desconocido o comenzaremos a completar la frase añadiendo comas y abriendo la propuesta a los que se unan más tarde a este quorum, para que nuestro legado les facilite al menos de un mapa con el que darle continuidad?

Texto escrito por Susana Maroto Rebollo, (Bilbo, 1965) Psicóloga y sexóloga. En la actualidad es Presidenta de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología AEPS. Se dedica a la terapia sexual, terapia de pareja y psicoterapia. Pertenece al equipo de Landaize ( Escuela Vasca de Sexología), Imparte formación, conferencias y participa en jornadas relacionadas con esta actividad.

Texto recogido de Pandemia eta Gu.